El animal sagrado


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Soñaba que de camino de regreso a casa, no recuerdo de donde venía, sólo que regresaba a casa, en el autobús, ofrecían un film al parecer norteamericano, quería llegar contándole a Hans que había disfrutado de una verdadera obra de arte del cine, pero el camino de regreso seguía siendo largo, y las ansias de contar algo se desvanecen en las lejanías. Cada que viajo acorto las lejanías leyendo, es por consiguiente que siempre cargo con más de un libro en mi equipaje. Saqué un libro, por cierto muy delgado, un ensayo sobre algo que nunca llegué a comprender, a pesar de su buena coherencia y sencillez en la escritura. No importó de mucho lo sencillo para comprender las frases de aquel escritor, al parecer argentino. Después de cinco o seis páginas me fue imposible comprender el resto. No acababa de leer una oración aun, no había llegado a un punto y seguido, cuando de pronto ya estaba leyendo la siguiente oración, la de después del punto y seguido. Luego, cuando en realidad creía estar leyendo la oración siguiente del punto y seguido, mi mente maquinaba comprendiendo la anterior y viceversa y al revés y viceversa, una y otra vez. El ensayo se volvió únicamente de dos oraciones, dos interminables oraciones, y sin darme cuenta ya había leído dos páginas más sin comprender absolutamente nada, como en automático, a pesar de la ya mencionada coherencia y sencillez del autor.

Comenzó la lucha. Aquel momento en el que advertí por primera vez que estaba inmerso en un asfixiante sopor amarillo. Una nube espesa que se colaba en mis cinco sentidos. Un vapor cuyo color fosforescente percibía más fuerte en tanto tallaba mis ojos. Cerré el pequeño libro, o quizá lo dejé caer, no recuerdo bien. Me agarré la garganta y la nariz, como si con ello pudiese aliviar en algo el tremendo escozor que sentía en mis vías respiratorias, que eran mis áreas mayormente afectadas. Agité la cabeza de un lado a otro desesperadamente. Buscaba oxígeno que contrarreste a aquellos fétidos ácidos. No encontraba la salida a mi nauseabunda exasperación. La pestilencia desgarraba mis fosas nasales y con ellas mi tráquea. Sentía derretir mis ojos en una tempestuosa tormenta de lágrimas. Era horrible, horrible e inenarrable.

Comenzó la lucha. Una interminable pelea con la realidad. No sabía si quería saber el fin de aquel ensayo (escrito, al parecer, por un argentino) o contarle a Hans sobre la película (al parecer norteamericana). Mi cabeza se sacudía de un lado a otro, en la abrumadora barrera de masa espesa que se crea cuando aún no se tiene la certeza de si se está dormido o si se está despierto. Y sólo hasta sentirme al cien por ciento despierto, en el uso de mi conciencia cabal, me di cuenta que ya no estaba dormido. En el pleno uso de mi conciencia cabal, advertí que ya estaba despierto. Mientras todavía me sentía atacado por ese asfixiante sopor amarillo fosfo.

Comenzó la lucha. Ahora despierto, contra el ataque de los olores fétidos. Contra el asfixiante sopor amarillo fosforescente. Ahora en el uso de mi conciencia cabal ya no me era necesario saber el final de aquel ensayo de interminables dos oraciones. Ni mucho menos contarle a Hans una película nunca vista, sabiendo de antemano, en mi conciencia cabal, pero atolondrada por la peste, que ni siquiera soñé la película, sino la sensación de haberla visto. Sólo quería reconocer aquel olor que me torturaba. Se me figuraba que olía a guayaba, sólo que la guayaba nunca me había parecido asfixiante, pudiese tratarse de guayaba podrida, quizá. Pero ahí tenía aquel olor, y luchaba contra él. No sabía si provenía de mi almohada, de mi sábana, de debajo de mi cama, o si entraba por mi ventana para acabar con mi paciencia, con mis fosas nasales y con mi tráquea. Luego, después de un eterno minuto de lidiar con los olores a putrefacción no me importó de donde provinieran, ya que a pesar de haber batallado en distinguirlo, ahora en el uso de mi conciencia cabal, aunque atolondrada, podía afirmar de qué se trataba esa podredumbre, el aire había sido tomado por el olor a orines de gato, por el insoportable olor a guayaba podrida de los orines de gato.

Comenzó la lucha. Me coloqué boca abajo, con la nariz pegada a la almohada, pero no lograba saber si provenía de ella. Puse después mi almohada sobre mi cabeza pero no sabía si provenía de la sábana. Quise tomar aire por la ventana, pero no sabía si provenía de fuera. En conclusión: el aire había sido tornado por el olor a orines de gato. Busqué refugiarme en otra habitación pero sabía que sería inútil, el vano que se formaba entre debajo de la puerta y el suelo era suficiente para que por ahí se colara olor. Así que rápido hice mi maleta (no me había bañado siquiera, por miedo a que también el agua hubiese sido tomada por los orines de gato), pero me retracté, ya que mi ropa estaba impregnada del olor a los orines de gato. Entonces tome solo mi mochila. Le metí, aunque también apestosos, unos cuantos libros y salí de casa.

Comenzó la lucha. Ahí estaba yo contra la espesa y densa capa del asfixiante, soporífero y escabroso vapor iridiscente de la urea de los orines de los gatos. Me pregunté cuántos gatos se requieren para tal pestilencia, pero mi mente atolondrada y el ardor de mis globos oculares me disuadieron de complejos cuestionamientos.

Aguanté el eterno minuto de mi casa a la parada del camión urbano. Por suerte pasó al instante. Lo abordé sin vacilar, cualquiera que sea su ruta. Solo el chofer dentro, nadie más, no noté en su rostro más que la apatía y el hartazgo de conducir sin pasajeros, si acaso un dejo de resignación a respirar los miados de gato, olor al cual parecía que se había familiarizado. Llegando a la central de autobuses, compré un boleto con destino a cualquier lejano lugar, y de ser posible, el autobús más próximo en partir. Casualmente ya estaba listo y por suerte sólo me esperó a mí. Subí al autobús, me senté en un asiento del lado derecho del pasillo (como buen hombre precavido, ya que si el autobús choca con otro que viniese de frente, el golpe sería del lado izquierdo), sentí el vibrar del motor del autobús y avanzó.

Poco después de salir con destino a no sé donde, comenzó una película, un film al parecer norteamericano, algo de cine independiente, era exactamente el tipo de película que le hubiera gustado ver a Hans. La vi completa y agradecí no llevar a nadie junto a mí que quisiera comentar algo al respecto. Corrí la cortina de la ventanilla, afuera el aire era limpio y claro, y por fin dejé caer mis hombros, tranquilo. Adiós al color amarillo. No quería pensar en guayabas por algún tiempo. Saqué un pequeño libro de mi mochila, un ensayo de un escritor argentino, hablaba de los macacos, hablaba de cómo en Asia son considerados animales sagrados. Y me acordé de mi madre, a quien le gustan mucho los gatos, le oí decir una vez que los gatos son animalitos sagrados, y fruncí mis labios con desaprobación, cómo darle crédito a sus palabras, cómo podría un ser sagrado despedir tremenda esencia infernal.

Autor: Vlad Villarreal.

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