¡Hola, Bebé!



—¿Cómo es que me encontraste? —escuchar su voz era simplemente imposible—. ¿Cómo supiste mi número telefónico? 

—Eso no importa. 

—¡A mí sí me importa, quiero saber! 

—Lo importante es que te encontré, Bebé. 

—¿Porqué me llamas, qué quieres? 

—Saber que estás bien. 

—Estoy bien... Mejor que nunca... Bueno, ahora que ya sabes que estoy bien porqué no cuelgas... Adiós. 

—Podrías colgar tú. ¿Porqué no lo haces? 

Dejo caer el auricular, pasados unos segundos lo levanto de nuevo para asegurarme que el teléfono está dando tono de línea. Me tranquiliza escuchar el continuo sonido del teléfono. Vuelvo a poner el auricular en su lugar y en eso el timbre suena nuevamente. Levanto el auricular y antes de que yo dijera algo está de nuevo aquella aterradora voz: 

—¡Bebé!... ¿Me extrañaste? 

—Dime qué es lo que quieres. 

—¡Huy, que grocero!... Quiero verte. 

—No sabes dónde estoy. 

—Claro que sí. 

—¿Para qué quieres verme? 

—Te extraño. 

—Te hacía muerta. 

—Eso quisieras... Tengo muchas cosas que contarte, estaba ansiosa de llegar, me muero por abrazarte, Bebé. 

—Deja de decirme “Bebé”. 

—Pero si te gustaba que te dijera “Bebé”. 

—Tú lo has dicho, me gustaba, ya no, además nunca me gustó, sólo lo soportaba. Pero tú te fuiste. Las cosas han cambiado, no quiero verte. No es así de fácil, el día menos pensado me llamas al teléfono, sabrá Dios quién te dio el número, y me dices que quieres verme. Yo también te quería seguir viendo, pero te fuiste. Y después que te fuiste no supe nada de ti, y eso no te importó. No puedo verte, ni quiero, ni tampoco es algo que puedas reclamarme, quince años de eso, superé tu ausencia, dejé de echarte en falta, y ahora te apareces así como así diciendo que me quieres ver. 

—Perdóname. Las cosas tenían que ser así. 

—¿Qué, eso es acaso lo único que sabes decir? Desde antes de irte no decías otra cosa que “las cosas tienen que ser así”… “entiéndelo, Bebé, tengo que realizarme”... “es una muy buena oportunidad”. Muy buena oportunidad para desaparecer como a quién se lo traga la tierra, eso fue exactamente. 

—Sólo quiero que las cosas vuelvan a ser como antes. 

—Nunca lo serán. 

—Te amo. 

—¿Qué sabes tú de amor? “Sólo me voy un año, Bebé”, me decías. Ese año te esperé, el segundo también, los siguientes sólo deseaba que estuvieras viva, y aún tenía la esperanza de que un día volverías. Pero un día me cansé de esperar, era lo mejor, ni una carta siquiera donde me dijeras que estabas bien. Llegué a pensar que nunca te fuiste, o que si te fuiste no llegaste, o si llegaste, temí que te hayan matado al momento de llegar. 

—Perdóname. 

—No debiste irte nunca, no volví a ser el mismo, quizá si hubiera sabido que jamás regresarías. 

—¿Qué puedo hacer para que me perdones? 

—Nada, sólo vuelve a desaparecer de mi vida… y ya. 

—Pero, es que tengo tantas cosas que contarte. 

—Y cuando no sabía de ti, cuando no podía dormir pidiéndole a Dios que estuvieras viva, cuando no dejaba de preguntarme cómo pude haberte detenido. Entonces deseaba tanto que me escribieras contándome todo lo que quizá ahora me quieres contar, pero que ya no me importa. Guárdate lo que tengas que contarme, no me interesa, te lo digo sinceramente, no me interesa. 

Colgué el teléfono, no había advertido que estaba parado, permanecí unos segundos así, y luego me senté en el sillón. Sintiéndome tan confundido. No sé qué pensar, qué sentir, qué hacer, cómo ser. Me puse las manos en la cara, como para taparme los ojos. 

Sólo Dios sabe que he tratado de evadir su recuerdo, de desviar cualquier pensamiento que me conduzca a los momentos felices y tristes, los que sean pero que pasé con ella. Y mientras, consternado muerdo mi labio, y sin darme cuenta estoy sangrando. Tiemblo. Me quito las manos de la cara y entre la penumbra veo sombras que se mueven de un lado a otro, se deslizan por la pared con todos sus movimientos abstractos, abusando de sus figuras artífices que los hacen bailar hipnóticamente, atrayendo mi mirada cada vez más a los juegos de claroscuro, de luz y de sombra como queriéndome decir tantas cosas. En esas sombras abunda terror, al mismo tiempo comienzan a revelarme el secreto, me hacen tratar de comprender cosas a las cuales he cerrado mi razón, los motivos por los que ella se fue, no debería tratarla así. Me hacen dudar, también reflexionar, debí dejarla venir a verme, a contarme todo lo que dice que tiene por contar, a justificarse por no haber escrito nunca. Todos merecemos una oportunidad, ella también. Pero un minuto después, pienso, posiblemente fue lo mejor haber contestado todas y cada una de las palabras que le dije, con todos y cada uno de los matices de voz que haya usado al decirlas, sin dar vuelta atrás al asunto, no debo dejar que me engatuse, no debo dejarla venir a verme, ni que me cuente la serie de mentiras que preparó, ni debo dejar que me llame al teléfono, ¿cómo supo el número? Me vuelvo a preguntar. 

Eso me hace creer que no puedo prescindir de la posibilidad de que pueda venir a buscarme en el momento menos pensado. Miro hacia la puerta. Así lo creo, ahora sólo espero escuchar el timbre, o cuando toque a la puerta. No podré fingir que no estoy, que no hay nadie en casa. No funcionará. Sabe que estoy aquí. Sonará el timbre cuantas veces pueda hasta que yo abra la puerta o termine por romperme los tímpanos. O tocará la puerta tan fuerte, tantas veces como pueda, hasta romperla, quizá no soporte la presión de estar escuchándola tocar a la puerta, acompañado de su voz diciendo: “Abre, Bebé, sé que estas ahí”. Ya me veo abriendo la puerta al primer sonido del timbre, al primer noc-noc de la puerta, o al primer grito de “abre, Bebé”. Me veo enfrentándola, atreviéndome a encararla, con las agallas que en verdad me faltan. Con la incertidumbre de si aún será tan bella, como hace más de quince años, y al primer momento en que la vea tenderme a sus brazos y besarle toda la cara y después lamérsela, como un perro que lame el culo de otro perro. Diciéndole una y otra vez cuanto la deseé, cuanto la extrañé, posiblemente soporte que me vuelva a llamar “Bebé”. Ya la veo diciéndome, “Ves, el amor es para siempre”. Y yo con una mueca de aprobación le daría la razón. Porque si en la vida compartimos una premisa en común, era que el verdadero amor es para siempre, y nosotros en un tiempo nos juramos querernos de esa manera, con ese amor que suele durar mil años. Y entonces al tenerla parada frete a mí, en la puerta de mi apartamento, al verla tan bella como siempre, tan idéntica al último recuerdo que tengo de ella, mismo que tengo presente como si fuese ayer, entonces pensaría que para que nuestro amor llegue a su fin sólo faltarían novecientos ochenta y cinco años. 

Y subo los pies al sillón, sin escrúpulos por traer los zapatos puestos, sosteniéndome las rodillas con los brazos. Tiemblo con miedo ante la espera de que ella se pare frente a la puerta y llame a mi encuentro, y miro el reloj y cuento los segundos, será para tener presente la hora precisa del encuentro o porque empiezo a sentir un tremendo odio hacia el segundero que me altera con su ruido y me desespera aún más de lo que ya me siento. Tun-tun-tun-tun, segundo a segundo, pasito a pasito, mejor detengo el reloj, pero sigue sonando, tun-tun-tun-tun, cada vez más fuerte, y me abrazo a mis pantorrillas, y tiemblo con más fuerza. 



Ya no veo el reloj, me basta con escucharlo a sabiendas de que está apagado. Comienzo a escuchar sus pasos, cuando se aproxima, quizá los estoy imaginando, sugestión, no, sí, sí los estoy escuchando. Se acerca. Ya casi llega. Los escucho cada vez más cerca, ahora se detiene justo frente a mi puerta. Sólo falta el sonido de la puerta, ó el del timbre. Ahora sé que no gritará: “abre, bebé”; pues quiere darme una sorpresa. Si supiera que la espero, que sé que viene. Por fin la escucho tocar, tocar y timbrar, las dos cosas. Es ella, está ahí, está tocando, tiemblo más, me muerdo el labio, no sé qué hacer, tengo que encararla, decirle de una vez por todas que ya no vuelva, que no me busque, armarme de valor. Entonces me suelto las pantorrillas o las espinillas, lo que fueren, me levanto despacio, el miedo me ha dejado engarrotado de las rodillas. Doy pasos vacilantes, amenazan con dirigirme hacia atrás y no hacia delante. Por fin llego con pasos torpes hasta la puerta, y con mis dedos diáfanos, que me hormiguean, no menos torpes que mis pasos, giro la perilla de la puerta y abro, sorpresa, no hay nadie parado en el pórtico. 

Es señal de que imaginé los pasos, nunca los escuché. Imaginé el correr de las manecillas del reloj, apresurando los segundos, haciéndolos correr al dos por uno. Imaginé el sentimiento de una presencia en mi pórtico. Nadie está ahí. Quizá hasta imaginé que me llamó por teléfono. Imaginé esa conversación. Mis pies dejan de vacilar y puedo dirigir mis pasos de regreso al sillón. Me he sentado ahora cual debo, con los pies en el suelo, sin ensuciar con los zapatos el tapiz. Me recargo tranquilamente, y no termino aún de soltar mi cuerpo del todo cuando escucho un golpe en la puerta, y una voz, “abre, Bebé”, me levanto y corro a la puerta para poner en claro que de nueva cuenta se trata de mi imaginación. Seguro que al abrir no habrá nadie ahí. Entonces llego hasta donde la puerta, giro la perilla, y al abrirla ahí está ella, con su traje de enfermera de guerra en harapos, tan sucio que juraría que nunca fue blanco, no se distingue por ningún lado la cruz roja, pues se pierde entre lo rojo de su sangre. Está decrépita, herida, sangrante, muerta, y me sonríe prosaicamente… “Hola, Bebé”.

Autor: Vladimir Villarreal Barbarín


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