Naufragio (minicuento)

Autor: Vladimir Villarreal

—¿Logras ver alguno de los otros botes salvavidas? —Dice uno de los sobrevivientes del hundimiento al hombre que sostiene un catalejo, de esos modernos con tecnología termográfica.

—No, nada, ni una leve mancha de calor flotando.

Eran cuatro en el bote, habían navegado a la deriva por tres días, se estaban acabando las últimas raciones de comida y agua. De los cuatro sobrevivientes uno era médico, uno ingeniero industrial, otro arquitecto y una escritora.

—Tengo sed, —dice el arquitecto—, le daré un trago al agua del mar.

—No lo hagas, tu cuerpo no es capaz de asimilar el porcentaje de sal que contiene el agua, en cuestión de días dañarías tus riñones y te deshidratarías más rápido que si no tomaras agua. Confiemos en que pronto lleguemos a tierra firme. —Lo disuade el médico de tomar el agua de mar.

—¿Encontrar tierra firme pronto? —Pregunta el ingeniero con sarcasmo— ¿Han visto alguna gaviota volando? No, ¿Verdad? No sé qué tan lejos estemos de la costa, pero no creo que estemos cerca. Además los delfines que vimos ayer saltando tan precipitados, no anuncian otra cosa que una tormenta que se avecina, y que estamos muy metidos en el mar, he sabido de náufragos que duran meses en el mar, nosotros no tenemos comida para eso.

—Algo tendremos que hacer —comenta el arquitecto, mientras improvisa una tienda de campaña con unas frazadas y unos objetos que recogió flotando en el mar la noche del hundimiento, los cuales pensó que le podrían servir de algo—. Si hemos de durar meses aquí, más vale que nos hagamos a la idea que el primero que muera será la comida de los otros tres, a menos que tengamos que sacrificar a uno, ya el tiempo lo dirá.

—No digas estupideces, Arqui, ya veo que es cierto el dicho, "Para ser arquitecto no hace falta estar loco pero bien que ayuda" —le dice la escritora—. No ayudaría de nada matarnos entre nosotros, o esperar a que uno muera para que los demás lo devoren, para entonces los otros tres también estarían, o estaríamos, muriendo, ya si no es de debilidad, de tristeza.

—¿Qué haremos, entonces? —Pregunta el Ingeniero.

—Nada, —contesta la escritora— les contaré historias, y cuando estemos a punto de morir, mi voz, la única voz de mujer en el bote, quizás les recuerde a la voz de su madre, de sus esposas o novias, o de quien quisieran tener acompañándolos en su lecho de muerte, entonces podrán cambiarme el nombre.

Los tres la miraron, sabían que, a pesar de sus estudios de postgrados, no podían hacer mucho en un bote pequeño y sin provisiones, y consideraron que si el destino quería que vivieran, vivirían. Y si habían de morir, la chica les estaba dando un pequeño atisbo de esperanza para un buen morir, siempre y cuando ella no muera primero.


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