ALAMEDA tomada

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La Alameda Mariano Escobedo de Monterrey, plaza de 56,500 m2 ubicada entre las calles Aramberri (norte), Washington (sur), Pino Suárez (oriente) y Julián Villagrán (poniente). Como su nombre lo indica, está tupida de álamos robustos, viejos, de bellas hojas verde claro y amarillo, que son rodeados, a lo largo de todo el perímetro del rectángulo, por elegantes ahuehuetes, sabinos, como les llaman otros, sobre todo los oriundos de Sabinas Hidalgo. Esta plaza fue escenario de fiesta y diversión para miles de infantes regios que hoy son treintañeros y cuarentañeros.
Tomada como sede de los Juegos Manzo para feria permanente durante unos años. Saliendo de con Pipo, cuando no Club Infantil, o de cualquier programa infantil del canal 3, después canal 2, ahora Televisa Monterrey, el tour se complementaba con la visita a estos juegos, que posteriormente, después de haberse instalado en el Río Santa Catarina, la voraz corriente arrasara los juegos, entre otras cosas, cuando el devastador huracán Gilberto visitara Monterrey en Septiembre del 88.
El recuerdo de las tacitas giratorias, los carros chocones, los helicopteritos de fibra de vidrio con su acabado de pintura automotriz perlada sin pudor, cuando no escarchada, las motos, el carrusel y las sillas voladoras, sin contar un resbaladero gigante del cual descendías con un costal en el trasero para cobrar velocidad, forman parte de un concepto de Alameda que resulta difícil de imaginar para los jóvenes de ahora, que consuetudinariamente toman el camión en cualquiera de sus 4 lados y 3 sentidos, aclarando que la estación del metro llamada Alameda se ubica en Cuauhtémoc, a una cuadra hacia el oriente de la Alameda y no ahí mismo.
La Alameda de principios de los ochentas es recuerdo de pic-nic, de incontables vueltas en bicicleta de renta, de compra de chucherías callejeras, dígase alcancías de yeso en forma de lo que sea, luchadores de plástico, bolitas para chongos, avioncitos o rehiletes de acetato, perritos de alambre apeluchado con corcholatas resonantes en las patas, algodones de azúcar, globos con helio, líquido de hacer burbujas, manzanas cubiertas de caramelo y elotes tiernos ensartados en un palo. Algunas veces todo esto amenizado con música de Cri-Cri resonando en los parlantes de una pequeña ágora que presumía de una lúgubre estatuilla del Negrito Sandía y un grillo tocando el violín.
Hoy es nada de eso, y mucho menos de lo otro, sin haber sido arrasada por Gilberto, pero también sin haber perdido su identidad festiva. Hoy es, entre semana, la gran central de boleo de zapatos y car wash por excelencia, y el fin de semana -que aquí radica el sentido de este mini ensayo-, la intrínseca pequeña sucursal del San Luis Potosí rural que se ha dejado atrás en busca de una mejor oportunidad de vida, el paseo dominical de incansables vueltas y de ligue, la bolsa de trabajo natural para peones y medias cucharas -muy pocos “maistros” calificados- y de las mejores nanas y empleadas domésticas.
Plaza que ha modificado su entorno. Ente innegable de una regeneración urbana de categoría contrastante a la que pretenderían los más prestigiados arquitectos urbanistas, y que sólo pudo ser causada por la demanda del pequeño San Luisito.
La Alameda luce rodeada de puestos de baratería, de económicos cuartos de hoteles parejeros, de centros nocturnos de música popular y, ¿por qué no?, de servicios de envío express de dinero al rancho.
Escenario de amores y desamores, de encuentros, de citas de Don Rulo, de estación de trabajo, de momentos de ocio, de punto de reunión de una comunidad que pelea un espacio en la ciudad donde ahora tiene que hacer nido. Los ninguneados, los ofendidos, los sin horario, los sin prestaciones, culpables de tomarse por asalto un patrimonio histórico regiomontano, de darle una mordida a la manzana de los recuerdos y añoranzas de los otrora paseantes. Culpables de sentir que por momentos vuelven a casa o que nunca partieron. Nada de eso, de lo único que son culpables es de darle vida al Centro, a una zona que el Monterrey conservador se niega a tomar conciencia de muerte. Si a esas vamos, lo mejor sería seguirles regalando más plazas.

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