El décimo primer mandamiento (minicuento)
Autor: Vladimir Villarreal
—Buenas tardes Doc ―Dios saluda a su psiquiatra, con sus manos temblorosas, luce agitado.
―Buenas tardes Dios, ¿cómo se ha sentido?, ¿qué tal esos ataques de ansiedad?
―Basta de preguntas, sólo lléneme la receta.
―No tan rápido, Dios, primero vemos cómo le han caído las pastillas que se llevó.
―Genial, vengo por más, me mantienen tranquilo ―dice Dios, mientras enciende un cigarrillo―, ¿tiene algo más fuerte?
―Épale, aquí no se fuma, independientemente de quien se trate ―dice el psiquiatra, al mismo tiempo que Dios apaga su cigarrillo en la suela de sus botas Dr. Martens―. Aún así, no quisiera basar esta terapia sólo en medicamentos, estoy pensando en que una colega lo trate también, ella, además de psiquiatra, es psicóloga y…
―Bla bla bla, disculpe que lo interrumpa Doc, pero no necesito una psicóloga, si hubiera querido a una psicóloga hubiera ido con una, vengo de pasada, sólo vine por la receta.
―¿Por qué tanta prisa?, no me contestó, ¿qué tal esos ataques de ansiedad?, ¿y su Trastorno de Personalidad Paranoide?
―Bien, qué digo bien, de maravilla, esas pastillas, pero tengo prisa, sólo deme la receta, no puedo perder más tiempo aquí, cada minuto que paso aquí descuido el mundo y se está acabando.
―Veo que la paranoia sigue ahí.
―Y no sólo eso... no sólo se está acabando, también me acabo de enterar, con una auditoría, que nadie está siguiendo el décimo primer mandamiento...
―¡Cómo! ¿Eran once?
―Eran más, el doce y el catorce los derogué.
―No entiendo, ¿Entonces deben ser doce?
―No, trece, del uno al catorce, el trece no existe, como el piso trece de los edificios, menos dos mandamientos derogados, quedan once, los otros tres estaban escritos en la parte de atrás, los que borré y el que Moisés no quiso mostrar... Por algo será.
―¿Entonces, anunciará un décimo primer mandamiento?
―No, pensándolo bien, no, el mundo se está acabando, no tiene caso ya, ese mandamiento también lo voy a derogar ―contesta Dios, mientras hace tres intentos por encender un encendedor Zippo, sin importar el rostro de desaprobación del siquiatra, que no quiere humo de cigarrillo en su consultorio.
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